miércoles, 17 de julio de 2013

Duración de las penas futuras

El Libro de los Espíritus

Allan Kardec

LIBRO CUARTO
Capitulo II: PENAS Y GOCES FUTUROS

1003. La duración de los sufrimientos del culpable en la vida futura ¿es arbitraria o está subordinada a alguna ley?
  • Jamás obra Dios por capricho, y todo en el Universo está regido por leyes en las que se ponen de relieve su sabiduría y su bondad.
1004. ¿En qué se funda la duración de los padecimientos del culpable?
  • En el tiempo preciso para su mejoramiento. Visto que el estado de dolor, así como el de felicidad, son proporcionales al grado de depuración del Espíritu, la duración y la índole de sus sufrimientos depende del tiempo que le ha llevado mejorarse. A medida que progresa y conforme se van purificando sus sentimientos, sus padecimientos disminuyen y cambian de naturaleza.
                                                                                                                    SAN LUIS.
 
1005. Para el Espíritu sufriente ¿el tiempo transcurre en la misma medida que en su estado de encarnación?
  • Más bien le parece más prolongado. El sueño no existe para él. Sólo para los Espíritus llegados a cierto grado de depuración el tiempo se esfuma, si así vale decirlo, ante lo infinito.
1006. ¿Podrá ser eterna la duración de los sufrimientos del Espíritu?
  • A no dudarlo, si fuera eternamente malo, esto es, si no hubiera de arrepentirse jamás ni de mejorar, entonces sí sufriría por toda la eternidad. Pero Dios no creó Seres que estuviesen perpetuamente destinados al mal. Sólo los ha creado simples e ignorantes, y todos deben progresar en un lapso más o menos prolongado, con arreglo a su voluntad. La voluntad puede ser más o menos tardía, así como hay niños que son más precoces que otros, mas tarde o temprano llega por la necesidad irresistible que experimenta el Espíritu de salir de su estado de inferioridad y ser feliz. La ley que rige la duración de las penas es, pues, eminentemente sabia y benévola, puesto que subordina dicha duración a los esfuerzos que realice el Espíritu. No le quita jamás su libre albedrío. Si lo emplea mal, sufre las consecuencias de ello.
                                                                                                                    SAN LUIS.
1007. ¿Hay Espíritus que no se arrepientan jamás?
  • Los hay cuyo arrepentimiento es muy tardío. Pero pretender que nunca mejorarán equivaldría a negar la ley del progreso y decir que el niño no puede llegar a ser adulto.
                                                                                                                   SAN LUIS.
 
1008. La duración de las penas ¿depende siempre de la voluntad del Espíritu? ¿No hay entre ellas algunas que le sean impuestas por un tiempo determinado?
  • Sí, pueden serle impuestas ciertas penas por un lapso establecido, pero Dios, que sólo quiere el bien de sus criaturas, acoge siempre el arrepentimiento, y el deseo de mejorarse nunca es estéril.
                                                                                                                    SAN LUIS.
1009. Según esto, ¿las penas impuestas jamás serían eternas?
  • Interrogad a vuestro buen sentido, a vuestra razón, y preguntaos si una condena a perpetuidad, por algunos momentos de error, no sería la negación de la bondad de Dios. ¿Qué es, en efecto, la duración de la vida – aun cuando llegase a los cien años- respecto de la eternidad? ¡Eternidad! ¿Comprendéis cabalmente esta palabra? ¡Sufrimientos, torturas sin término ni esperanza, tan sólo porque se han cometido algunas faltas! ¿No rechaza vuestro juicio semejante idea? Que los antiguos hayan visto en el Señor del Universo a un dios terrible, celoso y vengativo, se concibe. En su ignorancia, atribuían a la divinidad las pasiones humanas. Pero no es ese el Dios de los cristianos, que coloca el amor y la caridad, la misericordia y el olvido de las ofensas en la categoría de las virtudes principales. ¿Podría Él mismo carecer de las cualidades que establece como obligatorias para el hombre? ¿No hay contradicción en atribuirle bondad infinita e infinita venganza? Afirmáis que ante todo Él es justo y que el hombre no comprende su justicia, pero ésta no excluye a la bondad, y no sería bueno Dios si condenara a penas horribles y perpetuas a la mayor parte de sus criaturas. ¿Podría imponer a sus hijos el que sean justos, si no les concede los medios de comprender la justicia? Por lo demás, lo sublime de la justicia, unida a la bondad, ¿no reside acaso en el hecho de hacer que la duración de las penas dependa de los esfuerzos del culpable por mejorarse? En ello está la verdad de estas palabras: “A cada uno según sus obras”.
                                                                                                              SAN AGUSTÍN.
 

  • Dedicaos con todos los medios de que dispongáis a combatir y a aniquilar la idea de la eternidad de las penas, pensamiento blasfemo para con la justicia y la bondad de Dios, y la más fecunda fuente de incredulidad, del materialismo y la indiferencia que han invadido a las masas desde que comenzó a desarrollarse su intelecto. El Espíritu que se halle próximo a esclarecerse, aunque no lo esté aún, comprende pronto la monstruosa injusticia que esa idea implica. Su razón la rechaza, y rara vez deja entonces de confundir en una misma condena a las penas que lo sublevan y al dios que se atribuye. De ahí emanan los males innúmeros que se han desplomado sobre vosotros y a los cuales acabamos de traer el remedio. La tarea que os señalamos os resultará tanto más fácil cuanto que las autoridades sobre las cuales se apoyan los defensores de esa creencia han evitado –todas- pronunciarse de manera formal. Ni los Concilios, ni los Padres de la Iglesia han decidido sobre tan grave cuestión. Si, según los autores de los Evangelios, e interpretando al pie de la letra las palabras simbólicas de Cristo, Él amenazó a los culpables con un fuego inextinguible y eterno, no hay absolutamente nada en sus expresiones que pruebe que los haya condenado eternamente.
  • Pobres ovejas descarriadas, sabed que el Buen Pastor se os acerca, y que muy al contrario de querer desterraros por siempre de su presencia, acude Él mismo a vuestro encuentro para reconduciros al redil. Hijos pródigos, desistid de vuestro exilio voluntario. Encaminad vuestros pasos hacia la morada paterna. El Padre os tiende los brazos y está siempre dispuesto a regocijarse de vuestro retorno a la familia.
                                                                                                                  LAMENNAIS
 
  • ¡Guerras de palabras! ¡Guerras de palabras! ¿No habéis hecho verter ya bastante sangre? ¿Es necesario todavía reavivar las hogueras? Se discute sobre palabras: “eternidad de las penas, eternidad de los castigos”. ¿No sabéis, pues, que aquello que entendéis hoy por eternidad no lo entendían como vosotros los antiguos? Consulte el teólogo las fuentes, y como todos vosotros descubrirá que el texto hebreo no daba el mismo significado al vocablo que los griegos, latinos y modernos han traducido por “penas sin fin, irremisibles”. La eternidad de los castigos corresponde a la eternidad del mal. Sí, en tanto exista el mal entre los hombres subsistirán asimismo los castigos. En este sentido relativo hay que interpretar los textos sagrados. Así pues, la eternidad de las penas sólo es relativa y no absoluta. El día en que todos los hombres, por arrepentimiento, se revistan con la capa de la inocencia, no habrá más lloro ni crujir de dientes. Bien es cierto que vuestra razón humana es limitada, pero, tal como es constituye un presente de Dios, y con ayuda de la razón no hay un solo hombre de buena fe que comprenda de otro modo la eternidad de los castigos. ¡Eternidad de los castigos! ¡Cómo! ¡Habría que admitir, entonces, que el mal sea eterno! Sólo Dios es eterno, y no ha podido crear eterno al mal, porque en tal caso habría que despojarlo del más eximio de sus atributos: su Poder Soberano, pues no será soberanamente poderoso quien pueda crear un elemento destructor de sus obras. ¡Humanidad, humanidad!, no sumerjas más tu sombría mirada en los hondones de la tierra para buscar allí los castigos. Llora, aguarda, expía, y refúgiate en la idea de un Dios infinitamente Bueno, absolutamente Poderoso y esencialmente Justo.
                                                                                                                       PLATÓN
 
  • Tender hacia la unidad divina, tal es la meta de la humanidad. Para alcanzarla son necesarias tres cosas, a saber: justicia, amor y conocimientos. Y tres cosas también son las que a ella se oponen: ignorancia, odio e injusticia. Y bien, en verdad os digo que desvirtuáis esos principios fundamentales al comprometer la idea de Dios exagerando su severidad. Y la comprometéis por partida doble al permitir que penetre en el Espíritu de la criatura el pensamiento de que ella posee más clemencia, mansedumbre, amor y auténtica justicia que los que atribuís al Ser Infinito. Incluso destruís la idea de infierno tornándola ridícula e inadmisible para vuestras creencias, como lo es para vuestros corazones el aborrecible espectáculo de los verdugos, las hogueras y los tormentos del medioevo. ¿Cómo? ¿Cuándo la era de las ciegas represalias ha sido desterrada por siempre de las legislaciones humanas esperáis seguir manteniéndola idealmente? ¡Oh! Creedme, hermanos en Dios y en Jesucristo, creedme, o resignaos a dejar perecer entre vuestras manos todos vuestros dogmas antes que permitir que sean modificados; o bien, en caso contrario, revivificadlos tornándolos accesibles a los bienhechores efluvios que los buenos esparcen sobre ellos en estos momentos. La idea del infierno con sus hornos ardientes, con sus calderas hirviendo puede ser tolerada, vale decir, podrá ser perdonable en un siglo de hierro, pero en el siglo diecinueve no es ya sino un fantasma vano, apropiado, cuanto más, a llenar de pavor a los pequeñitos, y en el que esos mismos niños dejan de creer cuando se hacen mayores. Al persistir en esa mitología aterradora engendráis la incredulidad, madre de toda desorganización social. Porque tiemblo al ver todo un orden social quebrantado y que se desploma sobre sus bases, carentes de sanción penal. Hombres de fe ardorosa y viva, vanguardia del día de la luz, ¡manos a la obra, pues! No para seguir manteniendo fábulas envejecidas y de aquí en adelante desacreditadas, sino para reavivar, revivificar con vuestras costumbres y sentimientos y con las luces de vuestra época.
  • ¿Quién es, en efecto, el culpable? Aquel que por una desviación, por un falso impulso del alma se aleja del objetivo de la Creación, que consiste en el armonioso culto de lo Bello y del Bien, idealizados por el arquetipo humano, por el Enviado de Dios, por Jesucristo.
  • Y ¿cuál es el castigo? La natural consecuencia derivada de ese falso impulso: una suma de dolores necesarios para que se hastíe de su deformidad mediante la experimentación del sufrimiento. El castigo es el aguijón que excita al alma, por medio de la amargura, para que se repliegue en sí misma y retorne a la senda de la salvación. El objeto que se propone el castigo no es otro que el rehabilitamiento, la liberación del esclavo. Pretender que ese castigo sea eterno, por una falta que no ha sido eterna, equivale a negarle toda razón de ser.
  • ¡Oh! En verdad os digo, cesad, cesad de establecer un paralelo –en su eternidad- entre el Bien, esencia del Creador, y el Mal, esencia de la criatura. Sería crear con ello una penalidad injustificable. Antes por el contrario, afirmad la extinción gradual de los castigos y de las penas mediante las transmigraciones, y entonces consagraréis, con la razón unida al sentimiento, la unidad divina.
                                                                                                         PABLO, APÓSTOL
 
Se quiere incitar al hombre al bien y desviarlo del mal con el cebo de las recompensas y el temor de los castigos. Pero, si tales castigos son presentados de modo que la razón se rehúse a creer en ellos, no tendrán sobre el ser humano ninguna influencia. Muy al revés de esto, él lo rechazará todo: la forma y el fondo. Preséntesele, por el contrario, el porvenir de una manera lógica, y entonces lo aceptará. El Espiritismo le provee esa explicación.
La doctrina de la eternidad de las penas, en su sentido absoluto, hace del Ser Supremo un dios implacable. ¿Sería lógico decir de una monarca que es muy bueno, muy benévolo o indulgente, que sólo quiere la ventura de aquellos que le rodean, pero que al mismo tiempo es celoso, vengativo, inflexible en su rigor, y que castiga con el peor de los suplicios a las tres cuartas partes de sus súbditos por una ofensa o una infracción a sus leyes, incluso a aquellos que las han transgredido porque no las conocían? ¿No entrañaría esto una contradicción? Ahora bien, ¿puede Dios ser menos bueno que lo que es capaz de serle un hombre?
Y aquí se presenta otra contradicción: Visto que Dios todo lo sabe, conocía entonces, al crear a un alma, que ella fracasaría. En tal caso esa alma ha sido, desde su formación, destinada a la infelicidad eterna. ¿Es esto posible y racional? En cambio, con la doctrina de la relatividad de las penas todo se justifica. Dios sabía sin duda, que aquella alma fallaría, pero le dio los medios de esclarecerse por su propia experiencia, por sus mismas faltas. Es menester que expíe sus errores para estar mejor afirmada en el bien, pero la puerta de la esperanza no se el cierra jamás, y Dios hace que el instante de su liberación dependa de los esfuerzos que ella realice para alcanzarla. He aquí, pues, algo que todo el mundo puede comprender, algo que la lógica más minuciosa está en condiciones de admitir. Si las penas futuras hubieran sido presentadas desde este ángulo habría muchos menos escépticos.
La palabra eterno se emplea muchas veces, en el lenguaje vulgar, en sentido figurado, para designar una cosa que es de larga duración y cuyo fin no se prevé, aunque se sepa muy bien que ese fin existe. Decimos, por ejemplo, los “hielos eternos” de las altas montañas, o de los polos, aunque sepamos, por una parte, que el estado de esas regiones pudiera modificarse a causa de una desviación normal del eje de la Tierra o debido a un cataclismo. El adjetivo eterno, en este caso, no quiere, pues, significar, “perpetuo hasta lo infinito”. Cuando padecemos una prolongada dolencia decimos que nuestro mal es eterno. ¿Qué tiene de extraño, entonces, que Espíritus que vienen sufriendo desde hace años, centurias, milenios incluso, manifiesten otro tanto? Sobre todo, no olvidemos que, puesto que su inferioridad no les permite ver el otro extremo de la ruta que están recorriendo, creen sufrir siempre, y esto representa para ellos una punición.
Por lo demás, la doctrina del fuego material, de los hornos y de los tormentos tomados del mito pagano del Tártaro, ha sido en la actualidad completamente abandonada por la alta teología y sólo en las escuelas esos aterradores cuadros alegóricos son ofrecidos todavía como verdades positivas por unos pocos hombres más celosos que iluminados, y esto sin razón alguna, porque esas imaginaciones jóvenes, una vez que hayan vuelto en sí de su espanto, podrán pasar a engrosar el número de los incrédulos. La teología reconoce hoy que el vocablo fuego se utiliza en un sentido figurado y debe entenderse como un fuego moral. Aquellos que, como nosotros, han seguido las peripecias de la vida y sufrimientos de ultratumba por medio de las comunicaciones espíritas han podido convencerse de que, por no tener esos padecimientos nada de material, no son ellos menos dolorosos. En los que toca a su duración, ciertos teólogos empiezan a admitirla en el sentido restrictivo que le hemos dado en párrafos anteriores y piensan que, en efecto, la voz eterno puede entenderse como refiriéndose a las penas en sí, en cuanto son consecuencias de una ley inmutable, y no respecto de su aplicación a cada individuo. El día en que la religión acepte esta interpretación, así como algunas otras que son igualmente el resultado del progreso de las luces, recobrará ella muchas ovejas descarriadas.

Un abrazo fraterno.
AMOR FRATERNAL

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