miércoles, 7 de agosto de 2013

El hombre de bien

El Evangelio según el Espiritismo

Allan Kardec

Capitulo XVII: SED PERFECTOS

3. El verdadero hombre de bien es el que practica la ley de justicia, de amor y de caridad en su más grande pureza. Si pregunta a su conciencia sobre sus propios actos, mira si ha violado esta ley; si no ha hecho daño, si ha hecho todo el bien "que ha podido", si ha despreciado voluntariamente alguna ocasión de ser útil, si alguien tiene quejas contra él; en fin, si ha hecho a otro lo que hubiera querido que hicieran por él.
Tiene fe en Dios, en su voluntad, en su justicia y en su sabiduría; sabe que nada sucede sin su permiso, y se somete en todas las cosas a su voluntad.
Tiene fe en el porvenir; por esto coloca los bienes espirituales sobre los temporales.
 
Sabe que todas las vicisitudes de la vida, todos los dolores, todos los desengaños, son pruebas o expiaciones y las acepta sin murmurar.
El hombre penetrado del sentimiento de caridad y de amor al prójimo hace bien por hacer bien, sin esperanza de recompensa; devuelve bien por mal, toma la defensa del débil contra el fuerte, y sacrifica siempre su interés a la justicia.
Encuentra su satisfacción en los beneficios que hace, en los servicios que presta, en las felicidades que reparte, en las lágrimas que enjuga y en los consuelos que da a los afligidos. Su primer impulso es pensar en los otros antes que pensar en sí, buscar el interés de los otros antes que el suyo propio. El egoísta, al contrario, calcula los provechos y las pérdidas de toda acción generosa.

Es bueno, humano y benévolo para con todo el mundo, sin excepción "de razas ni de creencias", porque mira a todos los hombres como hermanos.
Respeta en los demás todas las convicciones sinceras, y no anatematiza a los que no piensan como él.
En todas las circunstancias la caridad es su guía; dice que el que causa perjuicio a otro con palabras malévolas, que hiere la susceptibilidad de otro por su orgullo y desdén, que no retrocede ante la idea de causar una pena, una contrariedad, aun cuando sea ligera, pudiendo evitarlo, falta al deber de amor al prójimo y no merece la clemencia del Señor.
 
No tiene odio, ni rencor, ni deseo de venganza; a ejemplo de Jesús, perdona y olvida las ofensas y sólo se acuerda de los beneficios; porque sabe que él será perdonado, así como él mismo habrá perdonado.
Es indulgente para con las debilidades de otro; porque sabe que él mismo necesita de indulgencia y se acuerda de aquellas palabras de Cristo: "Que el que esté sin pecado arroje la primera piedra".
No se complace en buscar los defectos de otro ni en ponerlos en evidencia. Si la necesidad le obliga, busca siempre el bien que puede atenuar el mal.
 
Estudia sus propias imperfecciones y trabaja sin cesar para combatirlas. Todos sus esfuerzos consisten en poder decir al día siguiente, que hay en él alguna cosa mejor que en la víspera.
Nunca procura hacer valer su imaginación ni su talento a expensas de otro; por el contrario, busca todas las ocasiones de hacer resaltar lo que es ventajoso para los demás.
No está envanecido por su fortuna, ni por sus ventajas personales, porque sabe que todo lo que se le ha dado, puede perderlo.
Usa, pero no abusa de los bienes concedidos, porque sabe que es un depósito del cual deberá dar cuenta y que el empleo más perjudicial que pudiese hacer de ellos para sí mismo, es hacerlos servir para satisfacción de sus pasiones.
Si el orden social ha colocado a los hombres bajo su dependencia, les trata con bondad y benevolencia, porque son sus iguales delante de Dios; usa de su autoridad para moralizarles y no para abrumarles por su orgullo, evitando lo que puede hacer más penosa su posición subalterna.
El subordinado, por su parte, comprende los deberes de su posición y procura cumplirlos religiosamente. 

El hombre de bien, en fin, respeta en su semejante todos los derechos que dan las leyes de la naturaleza como quisiera que se respetaran en él.
Esta no es la relación de todas las cualidades que distinguen al hombre de bien; pero cualquiera que se esfuerce en poseerlas, está en camino de poseer las demás.


AMOR FRATERNAL

lunes, 5 de agosto de 2013

Código Penal de la vida futura

El Cielo y el Infierno o la Justicia Divina

Según el Espiritismo
Allan Kardec

Capitulo VII: LAS PENAS FUTURAS SEGÚN EL ESPIRITISMO

El Espiritismo no viene, pues, con su autoridad privada, a formular un código de fantasía. Su ley, respecto al porvenir del alma, deducida de las observaciones tomadas de los hechos, puede resumirse en los puntos siguientes:
1. El alma o espíritu sufre en la vida espiritual las consecuencias de todas las imperfecciones de que no se ha despojado durante la vida corporal. Su estado dichoso o desgraciado es inherente al grado de su depuración o de sus imperfecciones.

2. La dicha perfecta es inherente a la perfección, es decir, a la depuración completa del espíritu. Toda imperfección es a la vez una causa de sufrimiento y de goce, de la misma manera que toda cualidad adquirida es una causa de goce y atenuación de los sufrimientos.

3. “No hay una sola imperfección del alma que no lleve consigo sus consecuencias molestas e inevitables, ni buena cualidad que no sea origen de un goce.”
La suma de penas es, de este modo, proporcional a la suma de imperfecciones, de la misma manera que la suma de goces está en razón de la suma de buenas cualidades.
...
4. En virtud de la ley del progreso, teniendo el alma la posibilidad de adquirir el bien que le falta y de deshacerse de lo malo que tiene según sus esfuerzos y voluntad, se deduce que el porvenir no está cerrado a ninguna criatura. Dios no repudia a ninguno de sus hijos, recibiéndolos en su seno a medida que alcanzan la perfección, y dejando así a cada uno el mérito de sus obras.

5. El sufrimiento, siendo inherente a la imperfección, como el goce lo es a la perfección, el alma lleva consigo misma su propio castigo en todas partes donde se encuentre. No hay necesidad para eso de un lugar circunscrito. Donde hay almas que sufren está el infierno, así como el cielo está en todas partes donde hay almas dichosas.

6. El bien y el mal que se hace son producto de las buenas y malas cualidades que se poseen. No hacer el bien cuando se está en disposición de hacerlo es resultado de una imperfección. Si toda imperfección es una causa de sufrimiento, el espíritu debe sufrir no sólo por todo el mal que ha hecho, sino también por todo el bien que pudo hacer y no hizo durante su vida terrestre.

7. El espíritu sufre por el mismo mal que hizo, de modo que estando su atención incesantemente dirigida sobre las consecuencias de este mal, comprende mejor los inconvenientes y es incitado a corregirse de él.
 
8. Siendo infinita la justicia de Dios, lleva una cuenta rigurosa del bien y del mal. Si no hay una sola mala acción, un solo mal pensamiento que no tenga sus consecuencias fatales, no hay una sola buena acción, un solo movimiento bueno del alma, el más ligero mérito, en una palabra, que sea perdido, aun en los más perversos, porque constituye un principio de progreso.

9. Toda falta cometida, todo mal realizado es una deuda que se ha contraído y que debe ser pagada. Si no lo es en una existencia lo será en la siguiente o siguientes, porque todas las existencias son solidarias las unas con las otras. Aquel que ha pagado en la existencia presente, no tendrá que pagar por segunda vez.

10. El espíritu sufre la pena de sus imperfecciones, bien en el mundo espiritual o bien en el mundo corporal. Todas las miserias y vicisitudes que se sufren en la vida corporal son consecuencia de nuestras imperfecciones o expiaciones de faltas cometidas, ya sea en la existencia presente o en las precedentes.
Por la naturaleza de los sufrimientos y de las vicisitudes que acontecen en la vida corporal se puede juzgar la naturaleza de las faltas cometidas en una anterior existencia, y las imperfecciones causantes de ellas.

11. La expiación varía según la naturaleza y gravedad de la falta. Así es como la misma falta puede dar lugar a expiaciones diferentes, según las circunstancias atenuantes o agravantes en que se cometió.

12. No hay ninguna regla absoluta y uniforme en cuanto a la naturaleza y duración del castigo. La única ley general es que toda falta recibe su castigo, y toda acción buena se recompensa, según su valor.

13. La duración del castigo está subordinada a la mejora del espíritu culpable. No se pronuncia contra él ninguna condena por un tiempo determinado. Lo que Dios exige para poner término a los sufrimientos es una mejora seria, efectiva, y una vuelta sincera al bien.
Una condena por un tiempo determinado cualquiera tendría dos inconvenientes: El de seguir castigando al espíritu que se mejoró, o cesar cuando éste perseverase en el mal. Dios, que es justo, castiga el mal mientras existe, cesa de castigar cuando el mal no existe. O si se quiere, siendo el mal moral por sí mismo una causa de sufrimiento, éste dura tanto tiempo como el mal subsiste. Su intensidad disminuye a media que el mal se debilita.

14. Estando subordinada la duración del castigo a la mejora, resulta de ello que el espíritu culpable que no se mejorara nunca, sufriría siempre, y que para él la pena sería eterna.
 
15. Una condición inherente a la inferioridad de los espíritus es la de no ver el término de su situación y creer que sufrirán siempre. Para ellos es un castigo que les parece que debe ser eterno. Perpetuo es sinónimo de eterno. Dícese: “El límite de las nieves perpetuas, los hielos eternos de los polos.” También se refiere: “El secretario perpetuo de la Academia.” Lo cual no significa que lo será perpetuamente, sino por un tiempo ilimitado. Eterno y perpetuo se emplean en el sentido de indeterminado. En esta aceptación, puede determinarse que las penas son eternas si se entiende que no tienen una duración limitada. Son eternas para el espíritu que no ve su fin.

16. El arrepentimiento es el primer paso hacia la mejora. Pero no es suficiente. Son precisas aún la expiación y la reparación.
Arrepentimiento, expiación y reparación son las tres condiciones necesarias para borrar las
huellas de una falta y sus consecuencias. El arrepentimiento endulza los dolores de la expiación, puesto que da la esperanza y prepara los caminos de la rehabilitación, pero sólo la reparación puede anular el efecto destruyendo la causa. El perdón es una gracia y no una anulación.

17. El arrepentimiento puede tener lugar en todas partes y en cualquier tiempo. Si es tardío, el culpable sufre mucho más tiempo.
La expiación consiste en los sufrimientos físicos y morales, que son consecuencia de la falta cometida, bien en esta vida o después de la muerte en la vida espiritual, o bien en una nueva existencia corporal, hasta que queden borradas las huellas de la falta.
La reparación consiste en hacer bien a aquel a quien se hizo daño. Aquel que no repare en esta vida las faltas cometidas por impotencia o falta de voluntad, en una posterior existencia se hallará en contacto con las mismas personas a quienes habrá perjudicado y en condiciones escogidas por él mismo que pongan a prueba su buena voluntad en hacerles tanto bien como mal les había hecho antes. Todas las faltas no ocasionan siempre un perjuicio directo y efectivo. En este caso, la reparación se verifica haciendo aquello que debía hacerse y no se ha hecho, cumpliendo los deberes descuidados o desconocidos, las misiones en que ha faltado, etc. En fin, practicando el bien en contra del mal hecho anteriormente, siendo humilde si antes se fue orgulloso, dulce si se fue duro, caritativo si se fue egoísta, benévolo si se fue malévolo, laborioso si se fue perezoso, útil si se fue inútil, sobrio si se fue disoluto, de buen ejemplo si se fue de mal ejemplo, etc. Así es como el espíritu progresa aprovechando su pasado.

18. Los espíritus imperfectos están excluidos de los mundos dichosos, en los cuales turbarían la armonía. Permanecen en los mundos inferiores, donde por medio de las tribulaciones de la vida expían sus faltas y se purifican de sus imperfecciones hasta que merezcan ser encarnados en los mundos más adelantados moral y físicamente.
Si puede concebirse un lugar de castigo circunscrito, es el de los mundos de expiación, porque a su alrededor pululan los espíritus desencarnados, esperando una nueva existencia que permitiéndoles reparar el mal que han hecho, coopere a su adelanto.
 
19. Como el espíritu tiene siempre su libre albedrío, algunas veces es lenta su mejora, y muy tenaz su obstinación en el mal. Puede que su persistencia en desafiar la justicia de Dios cede ante el sufrimiento, y a pesar de su falso orgullo, reconoce la potencia superior que le domina. Desde que se manifiesta en él los primeros resplandores del arrepentimiento, Dios le hace entrever la esperanza.
Ningún espíritu se halla en tal condición que no pueda mejorarse nunca. De otro modo, estaría destinado fatalmente a una eterna inferioridad y fuera de la ley del progreso, que rige infalible a todas las criaturas.

20. Cualesquiera que sean la inferioridad y la perversidad de los espíritu, Dios no les abandona jamás. Todos tienen su ángel guardián que vela por ellos, espía los movimientos de su alma y se esfuerza en suscitar en ellos buenos pensamientos, y el deseo de progresar y de reparar en una nueva existencia el mal que han hecho. Sin embargo, el guía protector obra lo más a menudo de una manera oculta, sin ejercer ninguna presión.
El espíritu debe mejorarse por el hecho de su propia voluntad, y no a consecuencia de una fuerza cualquiera. Obra bien o mal en virtud de su libre albedrío, pero sin ser fatalmente inducido en un sentido o en otro. Si hace mal, sufre sus consecuencias tanto tiempo como permanece en el mal camino. Luego que da un paso hacia el bien, siente inmediatamente los efectos.
Observación. Sería un error el creer que, en virtud de la ley del progreso, la certeza de que ha de llegar tarde o temprano a la perfección y a la dicha puede ser una excitación para que persevere en el mal, dejando el arrepentimiento para más tarde.
En primer lugar, porque el espíritu inferior no ve el término de su situación. En segundo, porque el espíritu, siendo el artífice de su propia desgracia, acaba por comprender que de él depende el hacerlas cesar, y que cuanto más persista en el mal, durará más tiempo su desgracia. Que su sufrimiento durará siempre, si él mismo no le pone un término. Éste sería, pues, un cálculo falso, cuya primera víctima sería él. Si, al contrario, según el dogma de las penas irremisibles, le ha sido cerrada toda esperanza, persevera en el mal, porque no tiene ningún interés en volver al bien, que no le es de utilidad.
Ante esta ley, cae igualmente la objeción sacada de la presciencia divina. Dios, al crear un alma, sabe, en efecto, si, en virtud de su libre albedrío, tomará el buen o el mal camino. Sabe que será castigada, si obra mal, pero sabe también que este castigo temporal es un medio de hacerle comprender su error y de hacerla entrar en la buena senda, a donde llegará tarde o temprano. Según la doctrina de las penas eternas, se sabe que desfallecerá, y que por anticipado está condenada a tormentos sin fin.
 
21. Cada uno sólo es responsable de sus faltas personales. Nadie sufre por las faltas de otro, a menos que haya dado lugar para ello, ya provocándolas con su ejemplo, o no impidiéndolas cuando tenía poder para ello.
Así es, por ejemplo, que el suicida es siempre castigado. Pero aquel que con su conducta empuja a un individuo a la desesperación, y de ahí a matarse, sufre una pena todavía más grande.

22. Aunque la diversidad de los castigos sea infinita, los hay que son inherentes a la inferioridad de los espíritus, y cuyas consecuencias, salvo los matices, son casi idénticas.
El castigo más inmediato, entre aquellos sobre todo que se han aferrado a la vida material, despreciando el progreso espiritual, consiste en la lentitud de la separación del alma y del cuerpo, en las angustias que acompañan a la muerte y al despertar en la otra vida, en la duración de la turbación, que puede durar meses y años.
Entre los que, por el contrario, tienen la conciencia pura, que se han identificado en su vida con la vida espiritual y despreciando de las cuestiones materiales, la separación es rápida, sin sacudidas, el despertar apacible y la turbación casi nula.

23. Un fenómeno muy frecuente tiene lugar entre los espíritus de cierta inferioridad moral, que consiste en creerse todavía vivos, y esta ilusión puede prolongarse por muchos años, durante los cuales sienten todas las necesidades, todos los tormentos y todas las perplejidades de la vida.
 
24. Para el criminal, la vista incesante de sus víctimas y de las circunstancias del crimen son un cruel suplicio.
 
25. Ciertos espíritus están sumergidos en densas tinieblas. Otros, en un aislamiento absoluto en medio del espacio, atormentados por la ignorancia de su posición y de su suerte. Los más culpables sufren tormentos indecibles, tanto más punzantes cuanto más lejos ven sus términos.
Muchos están privados de la vista de los seres que le son queridos. Todos generalmente sufren con una intensidad relativa los males, los dolores y las necesidades que han hecho sufrir a los otros hasta que el arrepentimiento y el deseo de la reparación vienen a darles un consuelo, haciéndoles entrever la posibilidad de poner por sí mismos un término a esta situación.

26. Es un suplicio para el orgulloso ver a mayor altura, en la gloria, apreciados y acariciados, a los que había menospreciado en la Tierra, mientras que él es relegado a la última clase. Para el hipócrita, el verse traspasado por la luz que pone a descubierto sus más recónditos pensamientos, que todo el mundo puede leer, sin medio alguno para ocultarse y disimular; para el sensual, el tener todas las tentaciones, todos los deseos, sin poder satisfacerlos; para el avaro, el ver su oro malgastado y no poder evitarlo; para el egoísta, el ser abandonado por todo el mundo, y el sufrir todo lo que los otros han sufrido por él. Tendrá sed y nadie le dará de beber, tendrá hambre y nadie la dará de comer. Ninguna mano amiga vendrá a apretar la suya, ninguna voz compasiva vendrá a consolarle. No ha pensado más que en él durante su vida, y por tanto, nadie piensa en él, ni le compadece, después de su muerte.

27. El medio de evitar o de atenuar las consecuencias de los defectos en la vida futura es el deshacerse de ellos lo más pronto posible en la vida presente. Reparar el mal para no tener que repararlo en adelante de una manera más terrible. Cuanto más tarda en deshacerse de sus efectos, más penosas son las consecuencias, y más rigurosa la reparación que se debe cumplir.

28. La situación del espíritu desde su entrada en la vida espiritual es aquella que se ha preparado por medio de la vida corporal. Más tarde se le da otra encarnación para la expiación y reparación por nuevas pruebas, pero las aprovecha poco o mucho en virtud de su libre albedrío. Si no se corrige, tiene que volver a empezar la tarea cada vez en condiciones más penosas, de suerte que aquel que sufre mucho en la Tierra, puede decir que tenía mucho que expiar. Los que gozan de una dicha aparente, a pesar de sus vicios y su inutilidad, que estén ciertos de que lo pagarán caro en una existencia ulterior.
En este sentido señaló Jesús: “Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados” (El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. V).

29. La misericordia de Dios es infinita, sin duda, pero no es ciega. El culpable, a quien perdona, no queda descargado, y hasta que no haya satisfecho la justicia, sufre las consecuencias de sus faltas. Por misericordia infinita es preciso entender que Dios no es inexorable, y deja siempre abierta la puerta de la vuelta al bien.
 
30. Las penas, siendo temporales y subordinadas al arrepentimiento y a la reparación, que dependen de la libre voluntad del hombre, son a la vez castigos y remedios que deben ayudar a cicatrizar las heridas que ocasionan el mal.
Los espíritus en castigo son, pues, no como los condenados a presidio por un tiempo, sino como enfermos en el hospital, que sufren por la enfermedad que es a menudo consecuencia de su falta, y de los medios curativos dolorosos que necesitan, pero que tienen la esperanza de curar, y que curan tanto más pronto cuanto mejor sigan las prescripciones del médico, que vela por ellos con anhelo. Si prolongan los sufrimientos por su falta, no es culpa del médico.

31. A las penas que el espíritu sufre en la vida espiritual se añaden las de la vida corporal, que son consecuencia de las imperfecciones del hombre, de sus pasiones, del mal empleo de sus facultades y la expiación de sus faltas presentes y pasadas. En la vida corporal es cuando el espíritu repara el mal de sus anteriores existencias, poniendo en práctica las resoluciones tomadas en la vida espiritual. Así se explican las miserias y vicisitudes que a primera vista parece que no tiene razón de ser, y son enteramente justas, desde el momento en que son en compensación del pasado y sirven para nuestro progreso.

32. Algunos se preguntan: ¿no probaría Dios mayor amor hacia sus criaturas creándoles infalibles, y, en consecuencia, exentas de las vicisitudes inherentes a la imperfección? Hubiera sido preciso, para esto, que crease seres perfectos que no tuvieran que adquirir nada ni en conocimientos ni en moralidad. Sin ninguna duda puede hacerlo. Si no lo ha hecho, es porque en su sabiduría ha querido que el progreso fuese la ley general.
Los hombres son imperfectos, y como tales, están sujetos a vicisitudes más o menos penosas. Éste es un hecho que es preciso aceptar, puesto que existe. Inferir de él que Dios no es bueno ni justo sería una rebeldía contra Dios.
Habría injusticia si hubiera creado seres privilegiados, más favorecidos los unos que los otros, gozando sin trabajo de la dicha que otros consiguen con pena o que no pudieran conseguir jamás. Pero donde resplandece su justicia es en la igualdad absoluta que preside a la creación de todos los espíritus: todos tienen un mismo punto de partida. No hay ninguno que en su formación tenga mayores dotes que los otros, ninguno cuya marcha ascendente se le facilite por excepción. Los que han llegado al fin han pasado, como los otros, por las pruebas sucesivas y la inferioridad.
Admitiendo esto, ¿qué más justo que la libertad dejada a cada uno? El camino de la felicidad está abierto para todos. Las condiciones para alcanzarla son las mismas para todos. La ley grabada en la conciencia se enseña a todos. Dios ha hecho de la dicha el precio del trabajo y no del favor, a fin de que indudablemente tuviesen los hombres el mérito de ella. Cada uno es libre de trabajar o de no hacer nada para su adelanto. El que trabaja mucho y pronto, antes es recompensado, mientras que el que se extravía en la ruta o pierde su tiempo, retarda su llegada, y no puede culpar a nadie sino a sí mismo.
El bien y el mal son voluntarios y facultativos. Siendo libre el hombre, no es impulsado fatalmente ni hacia el uno ni hacia el otro.

33. A pesar de los diferentes géneros y grados de sufrimiento de los espíritus imperfectos, el código penal de la vida futura puede resumirse en los tres principios siguientes:
  • El sufrimiento es inherente a la imperfección.
  • Toda imperfección y toda falta que la motiva lleva consigo su propio castigo, por sus consecuencias naturales e inevitables, como la enfermedad es consecuencia de los excesos, y el fastidio de la ociosidad, sin que sea necesaria una condena especial para cada falta y cada individuo.
  • Pudiendo el hombre deshacerse de sus imperfecciones por su voluntad, evita los males, que son su consecuencia, y puede asegurar su felicidad futura.
Tal es la ley de la justicia divina. A cada uno según sus obras, así en el cielo como en la tierra.

AMOR FRATERNAL

sábado, 3 de agosto de 2013

La carne es débil

El Cielo y el Infierno o la Justicia Divina

Según el Espiritismo
Allan Kardec

Capitulo VII: LAS PENAS FUTURAS SEGUN EL ESPIRITISMO

Hay inclinaciones viciosas que son evidentemente inherentes al espíritu, porque tienen más relación con la gran parte moral que con la física. Otras más bien parecen consecuencia del organismo, y por este motivo, uno se cree menos responsable, por ejemplo: las predisposiciones a la cólera, a la indolencia, a la sensualidad, etc.
Se reconoce hoy perfectamente por los filósofos espiritualistas que los órganos cerebrales, correspondiendo a las diversas aptitudes, deben su desarrollo a la actividad de su espíritu, y que así este desarrollado es un efecto y no una causa. Un hombre no es músico porque tenga la protuberancia de la música, sino que tiene esta protuberancia porque su espíritu es músico.
 
Si la actividad del espíritu obra sobre el cerebro, debe obrar igualmente sobre las otras partes del organismo. De este modo, el espíritu es el artífice que arregla su propio cuerpo, por decirlo así, a fin de amoldarlo a sus necesidades y a la manifestación de sus tendencias. Sentado esto, la perfección del cuerpo de las razas adelantadas no será producto de creaciones distintas, sino resultado del trabajo del espíritu, que perfecciona su instrumento a medida que aumenta sus facultades.
Por una consecuencia natural de este principio, las disposiciones morales del espíritu deben modificar las cualidades de la sangre, darle más o menos actividad, provocar secreciones más o menos abundantes de bilis u otros fluidos. Así es, por ejemplo, que al glotón se le hace la boca agua a la vista de un bocado apetitoso. En este caso, no es el bocado el que puede sobreexcitar el órgano del gusto, puesto que no hay contacto, sino el espíritu, que obra en virtud de la sensibilidad que se le ha despertado, con la acción del pensamiento, sobre este órgano, mientras que en otro, la vista de aquel bocado no produce ningún efecto. Por la misma razón una persona sensible derrama lágrimas fácilmente. La abundancia de las lágrimas no da la sensibilidad al espíritu, sino que la sensibilidad del espíritu provoca la secreción abundante de las lágrimas. El organismo, bajo el impulso de la sensualidad, se ha apropiado esta disposición normal del espíritu, como se ha apropiado la del espíritu del glotón.
 
Siguiendo este orden de ideas, se comprende que un espíritu iracundo debe propender al temperamento bilioso. De esto se deduce que un hombre no es colérico porque sea bilioso, sino que es bilioso porque es colérico. Lo mismo sucede en cuanto a las otras disposiciones instintivas. Un espíritu perezoso e indolente dejará su organismo en un estado de atonía en relación con su carácter, mientras que si es activo y enérgico, dará a su sangre y a sus nervios cualidades muy diferentes. Es tan evidente la acción del espíritu sobre la parte física que se ven a menudo producirse graves desórdenes por efecto de violentas conmociones morales. La expresión común: La emoción le ha cambiado la sangre, no está tan carente de sentido como podría creerse. ¿Pero qué ha podido cambiar la sangre, sino las disposiciones morales del espíritu?
 
Se puede, pues, admitir que el temperamento es, al menos en parte, determinado por la naturaleza del espíritu, que es la causa y no el efecto. Decimos en parte, porque hay casos en que lo físico influye ciertamente sobre lo moral. Esto sucede cuando un estado mórbido o anormal se determina por una causa externa accidental, independiente del espíritu, como la temperatura, el clima, los vicios hereditarios de constitución, un malestar pasajero, etc. Entonces, puede estar afectada la moral del espíritu en sus manifestaciones por el estado patológico, sin que su naturaleza intrínseca se modifique.

Excusarse de sus defectos por la debilidad de la carne no es más que un subterfugio para eludir la responsabilidad. La carne sólo es débil porque el espíritu es débil, lo cual destruye la excusa y deja al espíritu la responsabilidad de sus actos. La carne no tiene pensamiento ni voluntad.
No prevalece jamás sobre el espíritu, que es el ser pensante y voluntario. El espíritu es quien da a la carne las cualidades correspondientes a sus instintos, como un artista imprime a su obra material el sello de su genio. El espíritu, emancipado de los instintos de la bestialidad, se compone un cuerpo que no es un tirano para sus aspiraciones hacia la espiritualidad de su ser. Entonces es cuando el hombre come para vivir, porque vivir es una necesidad, pero no vive para comer.
Así pues, sobre el espíritu recae la responsabilidad moral de sus propios actos. Pero la razón manifiesta que las consecuencias de esta responsabilidad deben estar en relación con el desarrollo intelectual del espíritu. Cuanto más ilustrado es, menos excusa tiene, porque con la inteligencia y el sentido moral nacen las nociones del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto.
 
Esta ley explica el mal resultado de la medicina en ciertos casos. Desde luego que el temperamento es un efecto y no una causa, y los esfuerzos hechos para modificarlo se hallan necesariamente paralizados por las disposiciones morales del espíritu, que opone una resistencia inconsciente y neutraliza la acción terapéutica. Dad, si es posible, ánimo al medroso, y veréis cesar los efectos fisiológicos del miedo.
Es prueba, repito, la necesidad que tiene la medicina convencional de tener en cuenta la acción del elemento espiritual sobre el organismo.
(Revue Spirite, marzo 1866, p. 65).

La crisis moral

Después de la muerte

León Denis

Capitulo VIII

Del examen precedente (ver Materialismo y Positivismo) resulta que dos sistemas contradictorios y enemigos se reparten el mundo del pensamiento. Nuestra época es, desde este punto de vista, una época de turbación y de transición. La fe religiosa se entibia, y las grandes líneas de la filosofía del porvenir no se aparecen aún más que a una minoría de los indagadores.
Ciertamente, la época en que vivimos es grande por la suma de los progresos realizados. La civilización moderna, poderosamente provista de medios, ha transformado la faz de la tierra, ha aproximado a los pueblos, suprimiendo las distancias. La instrucción ha sido difundida; las instituciones se han mejorado. El derecho ha reemplazado al privilegio, y la libertad triunfa del espíritu de rutina y del principio de autoridad. Una gran batalla se libra entre el pasado, que no quiere morir, y el porvenir, que se esfuerza por nacer a la vida. En favor de esta lucha, el mundo se agita y marcha; un impulso irresistible le guía, y, recorrido el camino, los resultados adquiridos nos hacen presagiar conquistas más maravillosas aún.
Sin embargo, si los progresos de orden material y de orden intelectual son notables, el avance moral es nulo. En este punto, el mundo parece más bien retroceder; las sociedades humanas, febrilmente absorbidas por las cuestiones políticas, por las empresas industriales y financieras, sacrifican al bienestar sus intereses morales.

Si la obra de la civilización se nos aparece bajo magníficos aspectos, como todas las cosas humanas, también presenta sombras. Sin duda, ha mejorado, en una cierta medida, las condiciones de la existencia, pero ha multiplicado las necesidades en fuerza de satisfacerlas; aguzando los apetitos y los deseos, ha favorecido al sensualismo y ha aumentado la depravación. El amor al placer, al lujo y a las riquezas se ha hecho cada vez más ardiente. Se quiere adquirir o se quiere poseer a toda costa.
 
De ahí esas especulaciones vergonzosas que se entablan en plena luz. De ahí ese decaimiento de los caracteres y de las conciencias, ese culto ferviente que se rinde a la fortuna, verdadero ídolo cuyos altares han reemplazado a los de las divinidades caídas.
La ciencia y la industria han centuplicado las riquezas de la humanidad; pero esas riquezas no han aprovechado directamente más que a una débil parte de sus miembros. La suerte de los insignificantes ha continuado siendo precaria, y la fraternidad tiene más bien su puesto en los discursos que en los corazones. En medio de las ciudades opulentas se puede aún morir de hambre. Las Fábricas, las aglomeraciones de obreros, centros de corrupción física y moral, han venido a ser como los infiernos del trabajo.
La embriaguez, la prostitución, el libertinaje difunden por todas partes sus venenos, empobrecen a las generaciones y agotan la fuente de la vida, en tanto que las hojas públicas siembran a porfía la injuria y la mentira y una literatura malsana excita los cerebros y debilita las almas.
 
Todos los días hace nuevos estragos la desesperanza; el número de suicidios que, en 1820, era de 1.500 en Francia, es ahora de más de 8.000. Ocho mil seres todos los años, faltos de energía y de sentido moral, desertan de las luchas fecundas de la vida y se refugian en lo que creen ser la nada. El número de crímenes y delitos se ha triplicado desde hace cincuenta años. Entre los condenados, la proporción de adolescentes es considerable. ¿Deben verse en este estado de cosas los efectos del contagio del ambiente, de los malos ejemplos recibidos desde la infancia, la falta de firmeza de los padres y la ausencia de educación en la familia? Hay todo eso y mucho más.
Nuestros males provienen de que, a pesar del progreso de la ciencia y del desenvolvimiento de la instrucción, el hombre se ignora aún a sí mismo. Sabe poco de las leyes del universo; no sabe nada de las fuerzas que están en él. El "conócete a ti mismo" del filósofo griego ha continuado siendo para la mayoría inmensa de los humanos una llamada estéril. Como no lo sabía hace veinte siglos, menos quizá, el hombre de hoy no sabe lo que es, de dónde viene, adónde va, cuál es el objeto real de la existencia. Ninguna enseñanza ha venido a proporcionarle la noción exacta de su papel en este mundo ni de sus destinos.
 
El espíritu humano flota, indeciso, entre las solicitaciones de dos potencias.
De un lado, las religiones, con su cortejo de errores y de supersticiones, su espíritu de dominación y de intolerancia, pero también con los consuelos de los cuales son el origen y los débiles resplandores que han conservado de las verdades primordiales.
Del otro lado, la ciencia, materialista en sus principios como en sus fines, con sus frías negaciones y su inclinación desmedida al individualismo, pero también con el prestigio de sus descubrimientos y de sus beneficios.
Y estas dos cosas, la religión sin pruebas y la ciencia sin ideal, se desafían, se acercan, se combaten sin poder vencerse, pues cada una de ellas responde a una necesidad imperiosa del hombre, la una hablando a su corazón, y la otra dirigiéndose a su espíritu y a su razón. Alrededor de ambas se acumulan las ruinas de numerosas esperanzas y de aspiraciones destruidas; los sentimientos generosos se debilitan, la división y el odio reemplazan a la benevolencia y a la concordia.
En medio de esta confusión de ideas, la conciencia ha perdido su camino.

Marcha, ansiosa, al azar, y, en la incertidumbre que pesa sobre ella, se velan el bien y lo justo. La situación moral de todos los desgraciados que se doblegan al peso de la vida se ha hecho intolerable entre dos doctrinas que no ofrecen como perspectiva a sus dolores, como término a sus males, más que la nada, una de ellas, y, la otra, un paraíso casi inaccesible o una eternidad de suplicios.
Las consecuencias de este conflicto se dejan sentir en todas partes, en la familia, en la enseñanza y en la sociedad. La educación viril ha desaparecido. Ni la ciencia ni la religión saben ya hacer las almas fuertes y bien armadas para los combates de la vida. La filosofía misma, al dirigirse solamente a algunas inteligencias abstractas, abdica sus derechos sobre la vida social y pierde toda influencia.
 
¿Cómo saldrá la humanidad de este estado de crisis? Sólo existe para eso un medio: hallar un terreno de conciliación donde las dos fuerzas enemigas, el sentimiento y la razón, puedan unirse para el bien y la salvación de todos. Porque todo ser humano lleva en sí esas dos fuerzas bajo el imperio de las cuales piensa y obra alternativamente. Su acuerdo proporciona a las facultades el equilibrio y la armonía, centuplica sus medios de acción y da a su vida la rectitud y la unidad de tendencias y de opiniones, en tanto que sus contradicciones y sus luchas producen en él el desorden. Y lo que se produce en cada uno de nosotros se manifiesta en la sociedad entera y causa la perturbación moral de la cual sufre aquélla.
Para poner fin a esto, es preciso que se haga la luz a los ojos de todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, hombres, mujeres y niños; es preciso que una nueva enseñanza popular venga a iluminar las almas acerca de su origen, de sus deberes y de su destino.
Porque todo estriba en eso. Sólo las soluciones formuladas por tal enseñanza pueden servir de base a una educación viril y tornar a la humanidad verdaderamente fuerte y libre. Su importancia es capital, tanto para el individuo, al que dirigirán en su tarea cotidiana, como para la sociedad, cuyas instituciones y relaciones regularizarán.

Continuará...

AMOR FRATERNAL