miércoles, 17 de abril de 2013

EL DOLOR - II

XXVI. – El Dolor

Todo lo que vive en este mundo, naturaleza, animal, hombre, sufre y aun así, el amor es la ley del Universo y por amor fue que Dios formó a los seres. Contradicción aparentemente horrible, problema angustioso, que perturbóa tantos pensadores y los llevó a la duda y al pesimismo.
En cuanto a la Humanidad, su historia no es más que un largo martirologio. A través de los tiempos, a travésde los siglos, rueda la triste melopea de los sufrimientos humanos; el lamento de los desgraciados sube con una intensidad dilacerante, que tiene la regularidad de una ola.
El dolor sigue todos nuestros pasos; nos acecha en todas las vueltas del camino. Y, ante esta esfinge que lo observa con su extraña mirada, el hombre hace la eterna pregunta: ¿Por que existe el dolor? Es, en lo que le concierne, ¿un castigo, una expiación, como dicen algunos? ¿Es la reparación del pasado, el pago de las faltas cometidas?
Fundamentalmente considerado, el dolor es una ley de equilibrio y educación. Sin duda, las fallas del pasado recaen sobre nosotros con todo su peso y determinan las condiciones de nuestro destino. El sufrimiento no es, muchas veces, más que la repercusión de las violaciones del orden eterno cometidas; y siendo compartidas por todos, debe ser considerado como una necesidad de orden general, como agente de desarrollo, condición de progreso. Todos los seres tienen que, a su vez, pasar por él. Su acción es benéfica para quien sabe comprenderlo; pero solo pueden comprenderlo aquellos que sintieran sus poderosos efectos. 
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El dolor y el placer son las dos formas externas de la sensación. Para suprimir una u otra seria preciso suprimir la sensibilidad. Son, pues, inseparables en principio y ambos necesarios para la educación del ser, que, en su evolución, debe experimentar todas las formas ilimitadas, tanto del placer como del dolor.
El dolor físico produce sensaciones; el sufrimiento moral produce sentimientos. Pero como ya vimos , en el sensorio íntimo, sensación y sentimiento se confunden y son una sola y misma cosa. El placer y el dolor están mucho menos en las cosas externas que en nosotros mismos; incumbe, pues, a cada uno de nosotros, regulando sus sensaciones, disciplinando sus sentimientos, dominar unos y otros y limitarles los efectos.
Epicteto decía: "Las cosas son apenas lo que imaginamos que son." Así, por la voluntad podemos domar, vencer el dolor o, por lo menos, hacerlo redundar en nuestro provecho, hacer de él un medio de elevación.
La idea que nos hacemos de la felicidad y de la desgracia, de la alegría y del dolor, varía al infinito según la evolución individual. El alma pura, buena y sabia no puede ser feliz a la manera del alma vulgar. Lo que encanta a una, deja a la otra indiferente. A medida que se sube, el aspecto de las cosas muda. Como la criatura que, creciendo, deja de lado los juguetes que la cautivaran, el alma que se eleva busca satisfacciones cada vez más nobles, graves y profundas. El Espíritu que juzga con superioridad y considera el fin grandioso de la vida encontrará más felicidad, más serena paz en un pensamiento bello, en una buena obra, en un acto de virtud hasta en la desgracia que purifica, que en todos los bienes materiales y en el brillo de las glorias terrestres, porque estas lo perturban, corrompen, embriagan ficticiamente.
Es muy difícil hacer entender a los hombres que el sufrimiento es bueno. Cada cual querría rehacer y embellecer la vida a su voluntad, adornarla con todos los deleites, sin pensar que no hay bien sin dolor, ascensión sin sudores y esfuerzos.
La tendencia general consiste en cerrarnos en el estrecho círculo del individualismo, de cada uno para sí; de esta forma, el hombre se derrumba, se reduce a estrechos limites cuando todo en él es grande, cuando está destinado a desarrollarse, a extenderse, a dilatarse, a abrir vuelo; el pensamiento, la conciencia, en una palabra, toda su alma. Ahora, los goces, los placeres y la ociosidad estéril no hacen más que disminuir esos límites, atrofiar nuestra vida y nuestro corazón. Para quebrar ese circulo, para que todas las virtudes ocultas se expandan a la luz, es necesario el dolor. La desgracia y las pruebas hacen chorrear en nosotros las fuentes de una vida desconocida y más bella. La tristeza y el sufrimiento nos hacen ver, oír, sentir mil cosas, delicadas o fuertes, que el hombre feliz o el hombre vulgar no pueden percibir. Se oscurece el mundo material; se traza otro, vagamente al principio, pero que cada vez se tornará más diferente, a medida que nuestras vistas se desprendan de las cosas inferiores y se sumerjan en lo ilimitado.
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Suprimid el dolor y suprimiréis, al mismo tiempo, lo que es más digno de admiración en este mundo, o sea, el coraje de sopórtalo. La más noble enseñanza que se puede presentar a los hombres no es la mejoría de aquellos que sufrieran y murieran por la verdad y por la justicia? ¿Hay cosa más augusta, más venerable que sus tumbas? Nada iguala al poder moral que de ahí proviene. Las almas que dieran tales ejemplos se engrandecen ante nuestros ojos con los siglos y parecen, de lejos, más imponentes todavía; son otras tantas fuentes de fuerza y belleza donde van a retemplarse las generaciones. A través del tiempo y del espacio, su irradiación, como la luz de los astros, se extiende sobre la Tierra. Su muerte generó la vida y su recuerdo, como aroma sutil, va a lanzar por todas partes la simiente de los entusiasmos futuros. Y como nos enseñaran esas almas, por la dedicación, por el sufrimiento dignamente soportado que se suben los caminos del Cielo. La historia del mundo no es otra cosa más que la consagración del espíritu por el dolor. Sin él, no puede haber virtud completa, ni gloria Imperecedera. Es necesario sufrir para adquirir y conquistar. Los actos de sacrificio aumentan las radiales psíquicas. Hay como que una estela luminosa que siguen, en el Espacio, los Espíritus de los héroes y de los mártires.
Aquellos que no sufrieron, mal pueden comprender estas cosas, porque en ellos, sólo la superficie del ser esta cultivado y valorado. Hay falta de generosidad en sus corazones, de efusión en sus sentimientos; su pensamiento abarca horizontes estrechos. Son necesarios los infortunios y las angustias para dar al alma su lustre, su belleza moral, para despertar sus sentidos adormecidos. La vida dolorosa es un alambique donde se destilan los
seres para mundos mejores. La forma, como el corazón, se embellece todo por haber sufrido. Hay, ya en esta vida, algo de grave y tierno en los rostros que las lágrimás surcaran muchas veces. Toman una expresión de belleza austera, una especie de majestad que impresiona y seduce.

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El dolor no hiere solo a los culpables. En nuestro mundo, el hombre honrado sufre tanto como el malo, lo que es explicable. En primer lugar, el alma virtuosa es más sensible por ser más adelantado su grado de evolución; después, estima muchas veces y busca el dolor, por conocer él todo su valor.
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Para que una vida sea completa y fecunda, no es necesario que en ella superabunden los grandes actos de sacrificio, ni que la remate una muerte que la consagre a los ojos de todos. Tal existencia, aparentemente apagada y triste, indistinta y desapercibida, es en realidad un esfuerzo continuo, una lucha de todos los instantes contra la desgracia y el sufrimiento. No somos jueces de todo lo que pasa en lo recóndito de las almas; muchas, por pudor, esconden llagas dolorosas, males crueles, que las volverían tan interesantes a nuestros ojos como los mártires más célebres. Las hace también grandes y heróicas, a esas almas, el combate ininterrumpido que pelean contra el destino. Sus triunfos quedan ignorados, todos los tesoros de energía, de pasión generosa, de paciencia o amor, que ellas acumulan en ese esfuerzo de cada día, constituye para ellas un capital de fuerza, de belleza moral que puede, en el Más Allá, hacerlas iguales a las más nobles figuras de la Historia.
En el augusto taller, donde se forjan las almas, no son suficientes el genio y la gloria para hacerlas verdaderamente hermosas. Para darles el último trazo sublime ha sido siempre necesario el dolor. Si ciertas existencias se hicieran, de oscuras que eran, tan santas y sagradas como abnegaciones célebres, es que en ellas fue continuo el sufrimiento. No fue solamente una vez, en tal circunstancia o en la hora de la muerte, que el dolor las elevó encima de sí mismas y las presentó a la admiración de los siglos; fue porque toda su vida ha sido una inmolación constante.
Y esta obra de largo perfeccionamiento, este lento desfilar de las horas dolorosas, esta afinación misteriosa de los seres que se preparan, así, para las ultimás ascensiones, fuerza la admiración de los mismos Espíritus. Y ese espectáculo conmovedor que les inspira la voluntad de renacer entre nosotros, a fin de sufrir y morir otra vez por todo lo que es grande, por todo lo que aman y para, que con este nuevo sacrificio, hagan más vivo su propio brillo.


Continuará...
AMOR FRATERNAL

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