Después de la Muerte
León Denis
El espíritu es más aún; es la fuerza oculta, la voluntad que gobierna y dirige a la materia -"Mens agitat molem"- y le da vida. Todas las moléculas, todos los átomos -hemos dicho- se agitan y se renuevan incesantemente. El cuerpo humano es como un torrente vital en el que las aguas suceden a las aguas. Cada partícula es reemplazada por otras partículas. El cerebro mismo está sometido a estos cambios, y nuestro cuerpo entero se renueva, en el transcurso de algunos años.
No puede decirse que el cerebro produce el pensamiento. No es más que el instrumento de él. A través de las modificaciones perpetuas de la carne, se mantiene nuestra personalidad, y, con ella, nuestra memoria y nuestra voluntad. Hay en el ser humano una fuerza inteligente y consciente que regula el movimiento armonioso de los átomos materiales según las necesidades de la existencia; un principio que domina a la materia y sobrevive a ella.
Lo mismo ocurre con las cosas consideradas en conjunto. El mundo material no es más que el aspecto exterior, la apariencia cambiante, la manifestación de una realidad substancial y espiritual que se encuentra dentro de él. Del mismo modo que el "yo" humano no está en la materia variable, sino en el espíritu, el "yo" del universo no está en el conjunto de los globos y de los astros que lo componen, sino en la Voluntad oculta, en la Potencia invisible e inmaterial que dirige sus secretos resortes y regula su evolución.
La ciencia materialista no ve más que un lado de las cosas. En su impotencia para determinar las leyes del universo y de la vida, después de haber proscrito la hipótesis, se ve obligada a volver a ella y a salir de la experiencia para dar una explicación de las leyes naturales. Esto es lo que ha hecho al tomar como base del mundo físico al átomo, que no cae bajo el dominio de los sentidos.
J. Soury, uno de los escritores materialistas más autorizados, no vacila en confesar esta contradicción en su análisis de los trabajos de Haeckel: "No podemos conocer nada -dice- de la constitución de la materia".
No puede decirse que el cerebro produce el pensamiento. No es más que el instrumento de él. A través de las modificaciones perpetuas de la carne, se mantiene nuestra personalidad, y, con ella, nuestra memoria y nuestra voluntad. Hay en el ser humano una fuerza inteligente y consciente que regula el movimiento armonioso de los átomos materiales según las necesidades de la existencia; un principio que domina a la materia y sobrevive a ella.
Lo mismo ocurre con las cosas consideradas en conjunto. El mundo material no es más que el aspecto exterior, la apariencia cambiante, la manifestación de una realidad substancial y espiritual que se encuentra dentro de él. Del mismo modo que el "yo" humano no está en la materia variable, sino en el espíritu, el "yo" del universo no está en el conjunto de los globos y de los astros que lo componen, sino en la Voluntad oculta, en la Potencia invisible e inmaterial que dirige sus secretos resortes y regula su evolución.
La ciencia materialista no ve más que un lado de las cosas. En su impotencia para determinar las leyes del universo y de la vida, después de haber proscrito la hipótesis, se ve obligada a volver a ella y a salir de la experiencia para dar una explicación de las leyes naturales. Esto es lo que ha hecho al tomar como base del mundo físico al átomo, que no cae bajo el dominio de los sentidos.
J. Soury, uno de los escritores materialistas más autorizados, no vacila en confesar esta contradicción en su análisis de los trabajos de Haeckel: "No podemos conocer nada -dice- de la constitución de la materia".
Si el mundo no fuese más que un compuesto de materia gobernado por la fuerza ciega, es decir, por la casualidad, no se veda esa sucesión regular y continua de los mismos fenómenos produciéndose según el orden establecido; no se vería esa adaptación inteligente de los medios al fin, esa armonía de las leyes, de las fuerzas, de las proporciones que se manifiesta en toda la naturaleza. La vida sería un accidente, un hecho de excepción y no de orden general. No se podría explicar esa tendencia, ese impulso que, en todas las edades del mundo, desde la aparición de los seres elementales, dirige la corriente vital, por progresos sucesivos, hacia formas cada vez más perfectas. Ciega, inconsciente, sin finalidad, ¿cómo podría la materia diferenciarse, desenvolverse en el plano grandioso cuyas líneas aparecen a todo observador atento? ¿Cómo podría coordinar sus elementos, sus moléculas de manera que formasen todas las maravillas de la naturaleza, desde las esferas que pueblan el espacio hasta los órganos del cuerpo humano, tan delicados, hasta en los insectos, hasta en el pájaro, hasta en la flor? ..
Los progresos de la geología y de la antropología prehistórica han arrojado vivas luces sobre la historia del mundo primitivo; pero es un error que los materialistas hayan creído encontrar en la ley de evolución de los seres un punto de apoyo, un auxilio para sus teorías. Una cosa esencial se desprende de estos estudios: la certidumbre de que la fuerza ciega no domina en ninguna parte de una manera absoluta. Por el contrario, es la inteligencia, la voluntad, la razón quienes triunfan y reinan. La fuerza brutal no ha bastado para asegurar la conservación y el desarrollo de las especies. De todos los seres, el que ha tomado posesión del globo y ha dominado a la naturaleza, no es el más fuerte, no es el mejor armado físicamente, sino el mejor dotado desde el punto de vista intelectual.
A partir de su origen, el mundo se encamina hacia un estado de cosas cada vez más elevado. La ley del progreso se afirma a través de los tiempos, en las transformaciones sucesivas del globo y en las etapas de la humanidad. Una finalidad se revela en el universo; una finalidad hacia la cual marcha todo, todo evoluciona -los seres como las cosas-; y esta finalidad es el Bien, es el Mejoramiento. La historia de la tierra es el testimonio de ello más elocuente.
Los progresos de la geología y de la antropología prehistórica han arrojado vivas luces sobre la historia del mundo primitivo; pero es un error que los materialistas hayan creído encontrar en la ley de evolución de los seres un punto de apoyo, un auxilio para sus teorías. Una cosa esencial se desprende de estos estudios: la certidumbre de que la fuerza ciega no domina en ninguna parte de una manera absoluta. Por el contrario, es la inteligencia, la voluntad, la razón quienes triunfan y reinan. La fuerza brutal no ha bastado para asegurar la conservación y el desarrollo de las especies. De todos los seres, el que ha tomado posesión del globo y ha dominado a la naturaleza, no es el más fuerte, no es el mejor armado físicamente, sino el mejor dotado desde el punto de vista intelectual.
A partir de su origen, el mundo se encamina hacia un estado de cosas cada vez más elevado. La ley del progreso se afirma a través de los tiempos, en las transformaciones sucesivas del globo y en las etapas de la humanidad. Una finalidad se revela en el universo; una finalidad hacia la cual marcha todo, todo evoluciona -los seres como las cosas-; y esta finalidad es el Bien, es el Mejoramiento. La historia de la tierra es el testimonio de ello más elocuente.
Se nos objetará, sin duda, que la lucha, el sufrimiento y la muerte están en el fondo de todo. Responderemos que el esfuerzo, la lucha y el sufrimiento son las condiciones mismas del progreso. En cuanto a la muerte, no es la nada, como lo demostraremos más adelante, sino la entrada del ser en una fase nueva de evolución. Del estudio de la naturaleza y de los anales de la historia se deduce un hecho capital: hay una causa en todo cuanto existe. Para conocer esta causa, es preciso elevarse por encima de la materia hasta el principio intelectual, hasta la ley viviente y consciente que nos explica el orden del universo, como las experiencias de la psicología moderna nos explican el problema de la vida.
Se juzga, sobre todo, una doctrina filosófica por sus consecuencias morales, por los efectos que produce sobre la vida social. Consideradas desde este punto de vista, las teorías materialistas, basadas en el fatalismo, son incapaces de servir de móvil a la vida moral, de sanción a las leyes de la conciencia. La idea totalmente mecánica que dan del mundo y de la vida destruye la noción de libertad, y, por consiguiente, la de responsabilidad. Hacen de la lucha por la existencia una ley inexorable, en virtud de la cual los débiles deben sucumbir a los golpes de los fuertes, una ley que proscribe para siempre de la tierra el reinado de la paz, de la solidaridad y de la fraternidad humana. Al penetrar en los espíritus, no pueden conducir más que a la indiferencia y al egoísmo de los felices; a la desesperación y a la violencia de los desheredados; a la desmoralización a todos.
Sin duda, hay materialistas honrados y ateos virtuosos, pero no como consecuencia de una aplicación de sus doctrinas. Si lo son, es a pesar de sus opiniones y no a causa de ellas; por un impulso secreto de su naturaleza, y porque sus conciencias han sabido resistir a todos los sofismas. No resulta menos lógico que, al suprimir el libre albedrío, al hacer las facultades intelectuales y de las cualidades morales la resultante de combinaciones químicas, las secreciones de la sustancia gris del cerebro, al considerar al genio como una neurosis, el materialismo rebaja la dignidad humana y quita a la existencia todo carácter elevado.
Sin duda, hay materialistas honrados y ateos virtuosos, pero no como consecuencia de una aplicación de sus doctrinas. Si lo son, es a pesar de sus opiniones y no a causa de ellas; por un impulso secreto de su naturaleza, y porque sus conciencias han sabido resistir a todos los sofismas. No resulta menos lógico que, al suprimir el libre albedrío, al hacer las facultades intelectuales y de las cualidades morales la resultante de combinaciones químicas, las secreciones de la sustancia gris del cerebro, al considerar al genio como una neurosis, el materialismo rebaja la dignidad humana y quita a la existencia todo carácter elevado.
Continuará...
AMOR FRATERNAL
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