miércoles, 5 de febrero de 2014

LIBRE ALBEDRIOY PROVIDENCIA

DESPUES DE LA MUERTE

León Denis

Capitulo XL

La cuestión del libre albedrío es una de las que más han preocupado a los filósofos y a los teólogos. Conciliar la voluntad, la libertad del hombre con el juego de las leyes naturales y con la voluntad divina ha aparecido tanto más difícil cuanto que la fatalidad ciega parecía pesar, a los ojos de la mayoría, sobre el destino humano. La enseñanza de los espíritus ha dilucidado el problema. La fatalidad aparente que siembra de males el camino de la vida no es más que la consecuencia de nuestro pasado, el efecto volviendo hacia la causa; es el cumplimiento del programa aceptado por nosotros antes de renacer, siguiendo los consejos de nuestros guías espirituales, para nuestro mayor bien y nuestra elevación.

En las capas inferiores de la creación, el ser se ignora aún. Sólo el instinto y la necesidad le conducen, y sólo en los tipos más evolucionados aparecen, como un pálido amanecer, los primeros rudimentos de las facultades. En la humanidad, el alma ha llegado a la libertad moral. Su juicio y su conciencia se desarrollan cada vez más, a medida que recorre su inmensa carrera. Colocada entre el bien y el mal, compara y escoge libremente. Esclarecida por sus decepciones y sus males en el seno de los sufrimientos es donde se forma su experiencia y donde se forja su fuerza moral.
El alma humana, dotada de conciencia y de libertad, no puede caer en la vida inferior. Sus encarnaciones se suceden hasta que ha adquirido estos tres bienes imperecederos, finalidad de sus prolongados trabajos: la bondad, la ciencia y el amor. Su posesión le emancipa para siempre de los renacimientos y de la muerte y le abre el acceso a la vida celestial.

Por el uso de su libre albedrío, el alma fija sus destinos y prepara sus goces y sus dolores. Pero nunca, en el transcurso de su carrera, en el sufrimiento amargo como en el seno de la ardiente lucha pasional, nunca le son rehusados los socorros de lo alto. Por poco que se abandone a sí misma, por indigna que parezca, en cuanto despierta su voluntad de emprender el camino recto, el camino sagrado, la Providencia le proporciona ayuda y sostén.
La Providencia es el espíritu superior, el ángel que vela sobre el infortunio, el consuelo invisible cuyos fluidos vivificadores sustentan a los corazones anonadados; es el faro encendido en la noche para salvación de los que vagan por la mar procelosa de la vida. La Providencia es, además y sobre todo, el amor divino vertiéndose a oleadas sobre la criatura. ¡Y cuánta solicitud, cuánta previsión hay en este amor! ¿No ha sido sólo para el alma, para que sirva de espectáculo a su vida y de teatro a sus progresos, para lo que ha suspendido los mundos en el espacio, para lo que ha encendido los soles, para lo que ha formado los continentes y los mares? Sólo para el alma se ha realizado esa gran obra, se combinan las fuerzas naturales y brotan los universos del seno de las nebulosas.

El alma ha sido creada para la felicidad; pero para apreciar esta felicidad en su valor, para conocer su importancia, debe conquistarla ella misma, y, para ello, desarrollar libremente las potencias que lleva en sí. Su libertad de acción y su responsabilidad crecen con su elevación, pues cuanto más se ilumina, más puede y debe conformar el juego de sus fuerzas personales con las leyes que rigen el universo.

La libertad del ser se ejerce en un círculo limitado, de un lado, por las exigencias de la ley natural, que no puede sufrir ninguna modificación, ningún desvío en el orden del mundo; de otro lado, por su propio pasado, cuyas consecuencias resaltan a través de las épocas hasta la reparación completa. En ningún caso el ejercicio de la libertad humana puede entorpecer la ejecución de los planes divinos; de lo contrario, el orden de las cosas sería turbado a cada instante. Por encima de nuestras opiniones limitadas y cambiantes, se mantiene y continúa el orden del universo. Somos casi siempre malos jueces en lo que significa para nosotros el verdadero bien; y si el orden natural de las cosas debiera doblegarse a nuestros deseos, ¿qué perturbaciones espantosas no resultaría de ello?

El primer uso que el hombre haría de una libertad absoluta sería apartar de sí todas las causas de sufrimiento y asegurarse desde aquí abajo una vida de felicidades. Ahora bien; si hay males a los que la inteligencia humana tiene el deber y posee los medios de conjurar y de destruir -por ejemplo, los que provienen del ambiente terrestre-, hay otros, inherentes a nuestra naturaleza moral, que sólo el dolor y la represión pueden domar y vencer: tales son nuestros vicios. En este caso, el dolor se convierte en una escuela, o, más bien, en un remedio indispensable, y los padecimientos soportables no son más que un reparto equitativo de la justicia infalible. Es, pues, nuestra ignorancia acerca de los fines perseguidos por Dios lo que nos hace renegar del orden del mundo y de sus leyes. Si los censuramos, es porque desconocemos sus resortes ocultos.
El destino es la resultante, a través de nuestras vidas sucesivas, de nuestros actos y de nuestras libres resoluciones. Más esclarecidos en el estado de espíritus con relación a nuestras imperfecciones, y preocupados por los medios de atenuarlos, aceptamos la vida material bajo la forma y en las condiciones que nos parecen propias para realizar este fin.


AMOR FRATERNAL

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